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Educar a los hijos para la santidad, ¿qué significa?

Por Pedro Luis Llera Vázquez/es.catholic.net – 28.07.2022

La vocación de todo cristiano – sacerdote, religioso o laico – es la santidad:

algo imposible para nosotros si contamos únicamente con nuestras propias fuerzas, pero posible para Dios, que con su gracia nos va perfeccionando siempre que le dejemos actuar y aceptemos en cada momento su voluntad.

Pero cuando hablamos de santidad, debemos previamente clarificar el significado de ese término. 

Santos son todos aquellos que intentan cumplir la voluntad de Dios en su vida diaria, quienes se esfuerzan por realizar bien su trabajo, quienes luchan por educar bien a sus hijos y sacar adelante a su familia, poniendo sus talentos – sus capacidades – al servicio de los demás para contribuir con su esfuerzo a la construcción del Reino de Dios.

Santos son quienes aman a Dios por encima de todas las cosas y aman a sus semejantes, a su prójimo, y no viven para ellos, sino para los demás y para Dios. Y cuando uno vive desde el mandamiento del Amor, sabe que tiene que aceptar el sufrimiento y la cruz, porque quien ama sabe que ese amor le va a reportar preocupaciones, incomprensiones, angustias y, muchas veces, también persecuciones.

Educar para la santidad significa educar para el Amor

Pero un amor entendido no sólo como un mero sentimiento sensibleramente romántico. El Amor que Dios nos pide es una realidad totalizante que integra los sentimientos, la inteligencia y la voluntad: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (sentimientos), con todo tu entendimiento (inteligencia) y con todas tus fuerzas (voluntad)”.

Esto es a lo que se denomina “educación integral”. Por lo tanto, una educación verdaderamente católica debe tener en cuenta esta triple dimensión:

1. Debemos educar los sentimientos para que los niños aprendan a conocer sus pasiones y a controlarlas

Para que el niño aprenda a quererse a sí mismo, aceptándose tal y como es, con sus capacidades y sus limitaciones, sabiéndose hijo de Dios y reconociendo que Dios le quiere tal y como es y que le ha dado la vida para que este mundo sea cada día mejor con su trabajo y su amor a los demás.

¡Cuántos problemas ocasiona en los adolescentes el hecho de no quererse como son!: guapos o feos, más listos o menos listos, más altos o más bajos…

El problema de la autoestima se soluciona cuando uno se sabe y se siente verdaderamente amado por Dios: ese es el principio y fundamento de la santidad.

Cada uno es como es, pero Dios nos quiere a todos con nuestras cualidades y nuestros defectos y se preocupa de cada uno de nosotros. Dios nos amó desde antes de que nos concibieran. Para Dios todos somos valiosos, únicos e insustituibles.

Y si Dios piensa así, ¿quiénes somos nosotros para enmendarle la plana? Uno aprende a quererse a sí mismo cuando se sabe amado por Dios. Y sólo así podemos pretender amar a los demás.

Porque entonces sabremos reconocer en el prójimo a un hermano, querido igualmente por Dios y, en consecuencia, a alguien a quien debo respetar en su dignidad y a quien debo querer y ayudar como el buen samaritano lo hizo con el caminante herido al borde del camino.

2. Educar la inteligencia

Consiste en desarrollar las capacidades de los niños y lograr que sus talentos rindan al máximo. No se trata de pedir milagros a nadie, sino de exigir que la inteligencia de cada niño dé de sí todo lo que pueda dar, sin conformarnos con la mediocridad.

Educar la inteligencia es contagiar a los niños la pasión por la búsqueda de la Verdad, a la que se puede acceder por la razón y por la fe.

Es hacer ver al alumno que el mundo está bien hecho y que no es fruto del azar, sino de la voluntad de un Dios bueno que nos quiere. Como decía Louis Pasteur, “un poco de ciencia nos aleja de Dios, mucha nos aproxima”.

Educar la inteligencia consiste, en definitiva, en hacer que el niño se conozca a sí mismo y a su entorno y sepa admirar la belleza, la verdad y el bien que Dios ha puesto en el mundo para nuestra felicidad.

Y también que el alumno aprenda a rechazar, con espíritu crítico, las mentiras, los crímenes, la corrupción y todo aquello que atenta contra la dignidad de las personas y contra la belleza de la creación.

3. Educar la voluntad

Tal vez sea la educación de la voluntad el aspecto más dejado de la mano de Dios en los últimos años. Los presupuestos buenistas y emotivistas (¡qué daño ha hecho Rousseau!) que han destrozado la educación de nuestros niños en los últimos años han hecho olvidar un aspecto fundamental: que no hay aprendizaje sin esfuerzo.

La voluntad es nuestra capacidad para proponernos metas y objetivos y luchar por alcanzarlos.

Me atrevería a decir que es más importante para un niño ser trabajador que más o menos listo.

A los padres muchas veces nos preocupa lo inteligentes que puedan ser nuestros hijos.

Se nos pasa por alto el hecho de que tiene muchas más posibilidades de salir adelante un niño que se esfuerza, un niño tenaz y constante, que un niño muy inteligente.

Si la inteligencia no va acompañada por la capacidad de esfuerzo, de nada sirve:

¿Cuántos niños inteligentísimos fracasan en los estudios por falta de horas de estudio? 

La voluntad es la capacidad de hacer lo que debemos de hacer y lo que es bueno para nosotros;

y no dejarse llevar sólo por lo que nos apetece o lo que nos gusta. 

La voluntad forja el carácter del niño y lo prepara para afrontar los retos que la vida le va a poner por delante con espíritu de sacrificio y de superación. Ya dice el refrán que “hace más el que quiere que el que puede”.

En conclusión, una educación católica, una educación para la santidad tiene que propiciar que el niño se sepa hijo amado por Dios;

  • tiene que enseñar al joven a conocerse a sí mismo para potenciar sus cualidades y perfeccionar sus limitaciones;
  • tiene que ayudarle a forjarse un espíritu de esfuerzo y de trabajo
  • trazarse un proyecto de vida enfocado a poner toda su persona al servicio de los demás, para que el mundo sea más bello, más justo y mejor para todos.

La educación para la santidad es un proceso que dura la vida entera y es la educación permanente que realmente merece la pena que todos cultivemos.

*Publicado originalmente en Catholic.net